Ensayos para el Fin del Mundo (Otra Vez)
A veces da la sensación de que el mundo es un inmenso patio de colegio donde dos niños muy grandes —digamos del tamaño de continentes— compiten para ver quién tiene el palo más gordo. El problema es que ese palo no es un palo, sino una bomba nuclear capaz de borrar ciudades como quien sopla el polvo de un mueble. Y aun así, ahí están: empujándose, señalándose con el dedo y asegurando que si tú lo haces, yo también, ese mantra infantil que conocemos desde que aprendimos a decir “mamá”.
Estos días, Estados Unidos y Rusia vuelven a mirarse como dos vecinos que comparten jardín, pero también odio mutuo y un bidón de gasolina. Washington afirma que Moscú prepara pruebas nucleares. Moscú dice que no, pero que si Estados Unidos las hace, entonces ellos también. Es la vieja danza del espejo, ese juego perverso que consiste en apoyar la mejilla contra el vidrio y fingir que no eres tú quien mueve el reflejo.
El portavoz ruso Peskov, con ese tono que mezclan las altas autoridades cuando pretenden sonar responsables pero no renuncian a la amenaza, insiste en que Putin no ha dado la orden. Todavía. “Antes debemos considerar si es necesario”. En diplomacia, frases así se traducen más o menos como: No te estoy apuntando con el arma, solo la estoy cargando por si acaso.
Por su parte, la Casa Blanca tampoco se queda atrás. Trump —ese emperador que juega a estadista como quien improvisa en un karaoke— anuncia que Estados Unidos reanudará sus propias pruebas, porque, bueno, “otros también lo están haciendo”. No hay decisión estratégica más peligrosa que la tomada bajo la lógica del patio de recreo.
Lo trágico es que, mientras los dos colosos miden sus sombras nucleares, el resto del planeta mira desde la grada. Algunos aplauden. Otros tiemblan. Y millones simplemente siguen trabajando, pagando alquileres, intentando llegar a fin de mes, sin saber que su existencia depende de que dos hombres, en ciudades lejanas, tengan un buen día.
Quizá la locura más grande sea lo normalizada que está esta posibilidad. Que hablemos de “reactivar ensayos nucleares” con la naturalidad con la que uno comenta el tiempo. Como si estos ensayos fueran fuegos artificiales. Como si no estuviera en juego la delicada piel azul que cubre nuestro planeta, esa capa finísima que sostiene toda vida y que podría convertirse en ceniza en un parpadeo.
Y, sin embargo, todavía estamos a tiempo. La humanidad —cuando quiere— ha demostrado ser capaz de frenar abismos, apagar incendios, construir puentes sobre sus propias ruinas. Pero eso exige algo que no abunda en los palacios del poder: humildad.
Porque hay algo que deberíamos recordar, siempre:
No hay ganador en una guerra nuclear.
Solo ceniza.
Y el silencio.
Un año de la Dana
En el Museu de les Ciències de València, ese templo futurista que algunos imaginan como la catedral de un mañana que nunca termina de llegar, hoy no se hablaba de progreso, ni de ciencia, ni de esa eterna promesa de que todo irá mejor si seguimos haciendo como que entendemos las instrucciones del mundo.
Hoy se hablaba de ausencias.
Doscientas treinta y siete.
Una cifra que debería escribirse con silencio, porque cualquier número que contiene vidas no es un dato: es una herida.
Los familiares entraron con fotos impresas en camisetas, retratos sostenidos con manos que ya saben demasiado bien lo que significa sostener lo irrecuperable. No había solemnidad artificial. Había respiración temblada, ojos rojos que han aprendido a llorar hacia dentro y hacia fuera a la vez. Había ese murmullo que solo existe en los funerales donde el dolor es demasiado preciso para la retórica.
Las autoridades llegaron como llegan siempre: en bloque, como quien se enfrenta a una obra pública que hay que inaugurar. Pero hoy el guion se torció. Hoy no había alfombra mental posible. Porque en la puerta, el aire olía a memoria, y la memoria no tiene paciencia con la cortesía.
Cuando el nombre de Carlos Mazón flotó en la sala —ese nombre que para algunos representa gestión, y para otros abandono, promesas tardías o directamente ausentes— no fue recibido con los aplausos de lo institucional, sino con gritos que no requerían altavoz:
“Asesino”.
“Rata”.
“Cobarde”.
No es que hoy fuera día de confrontación, como él proclamó en su declaración previa. Es que la confrontación les llegó primero a ellos: la de las aguas que se tragaron casas, calles, cuerpos y futuros. La del vacío posterior. La del teléfono que nadie contestó. La de la ayuda que no venía.
Quienes gritaron hoy no gritaban política.
Gritaban duelo, que es la voz más antigua y menos domesticada de todo lo humano.
Mientras se leían los nombres, uno a uno —como quien enciende velas sin querer apagarlas jamás—, la sala se alzó en aplausos largos, hondos, casi rabiosos. Porque hay homenajes que no buscan paz, sino memoria viva.
Sostuvieron las fotos en alto.
Como quien sostiene una bandera que no pidió, pero que se niega a soltar.
Y uno entiende —volviendo a caminar por los pasillos blancos del museo— que la dignidad no la dictan los discursos, sino los cuerpos que recuerdan. Que los funerales no son para cerrar heridas, sino para declararlas visibles.
Porque una sociedad que no escucha a sus muertos
acaba olvidando que vive.
Politicos y más
En este país, donde los políticos creen que el diccionario es un arma arrojadiza y la retórica una vacuna contra la realidad, resulta fascinante contemplar cómo un objeto tan pequeño como una pulsera puede desnudar la desvergüenza de todo un sistema. Hablo, claro, de esas pulseras antimaltrato que, según la ministra Ana Redondo, “han funcionado en todo momento”. Ah, bendita frase: tan impecable en su sintaxis como hueca en su humanidad.
Porque mientras la ministra conjuga verbos con la tranquilidad de quien cree que la gramática salva vidas, hay mujeres que escuchan en sus muñecas no el pitido de la seguridad, sino el sonido del vacío. La ilusión de protección —como bien recordó Risto Mejide con la rabia de un predicador en directo— es más cruel que la desprotección misma. Un espejismo de seguridad convierte a la víctima en cómplice involuntaria de su propia indefensión. Es como entregar un chaleco antibalas de papel y sonreír satisfechos con el envoltorio.
Y, claro, ahí aparecen los coros mediáticos, disciplinados como frailes de un convento de la desmemoria, repitiendo con fervor lo que dicta la ministra: “funcionan, funcionan, funcionan”. Papagayos de la política, loros con micrófono que confunden la línea editorial con la línea de obediencia. Mejide los llamó obscenos; yo añadiría: obscenamente previsibles. Porque en esta coreografía ya sabemos de memoria el guion: el poder niega, los portavoces difunden, la realidad grita y, mientras tanto, alguien muere en el silencio.
Lo grotesco no es que fallen los aparatos —todo artefacto humano falla—, sino que falle la voluntad de reconocerlo. Que el Gobierno, ese gran prestidigitador de comunicados, prefiera apuntalar la ilusión antes que reparar la grieta. Y que lo haga en un terreno tan sensible como el de la violencia de género, donde cada mentira cuesta carne, lágrimas y, a veces, lápidas.
Mejide, con su ironía de bisturí, parece más un fiscal involuntario que un presentador. Y quizás ahí está la tragedia: necesitamos que un publicista de gafas oscuras nos recuerde lo que debería ser evidente para cualquier responsable público. La dignidad no se negocia, ni se maquilla, ni se protege con frases hechas.
Al final, la pregunta es brutal en su sencillez: ¿qué pesa más, la verdad incómoda o la mentira tranquilizadora? La historia demuestra que los gobiernos suelen apostar por lo segundo, pero la dignidad humana exige lo primero. Porque una pulsera que falla puede ser corregida. Una sociedad que se acostumbra a creer que no falla, aunque se rompa en las muñecas de quienes más necesitan protección, ya está perdida.
Y en ese espejo nos miramos: ¿queremos seguridad real o placebo institucional? La respuesta, como siempre, late en la conciencia de cada cual. Pero recuerden: los espejismos, tarde o temprano, se disipan. Y cuando el desierto aparece, lo hace sin compasión.
16 de Agosto de 2025
Las cenizas de nuestra vanidad
El verano español, un año más, ha decidido pintar el mapa con una paleta de grises. Pero no de esos grises melancólicos y suaves de las mañanas de noviembre, sino de un gris violento, el de la ceniza que se levanta de un país abrasado. Y mientras la tierra se quema, los dioses de nuestro olimpo mediático, con sus móviles de última generación y sus trajes de lino, nos sirven el espectáculo de la catástrofe en píldoras digitales.
Es el ritual de la tragedia en directo: los ministros que visitan a los héroes, los presidentes que telefonean a sus homólogos, los líderes de la oposición que exigen más despliegues. Y todos, todos, con la misma urgencia teatral, se desplazan a la zona cero. Como si su presencia, una suerte de incensario político, pudiera bendecir el aire y extinguir las llamas con el mero peso de su cargo. «Señor, no hay palabras para agradecerles», dice una ministra a la UME, mientras las cámaras graban el momento en que se inmortaliza su humanidad. El incendio, al fin y al cabo, es solo un escenario, una gigantesca alfombra roja de tierra calcinada sobre la que desfila la vanidad de nuestra clase dirigente.
Mientras tanto, en las trincheras del humo, los bomberos, los militares y los vecinos luchan con el cuerpo, el corazón y las herramientas contra un enemigo que no entiende de discursos ni de comunicados. La realidad del fuego no es un tweet ni un titular; es el olor a madera quemada que se pega a la piel, el grito desesperado de los animales que huyen de la muerte, el miedo primordial de una familia que ve cómo las llamas lamen los cimientos de su hogar. Es la carretera cortada que se convierte en una metáfora de nuestra impotencia, el AVE detenido que nos recuerda que ni siquiera la modernidad puede escapar al poderío primitivo de la naturaleza enojada.
Y la sátira se vuelve aún más cruel cuando vemos a un ministro explicar que no habrá autobuses porque la carretera está cortada (algo probable de nuevo), o a un presidente de comunidad que pide más medios mientras el fuego baila en su patio trasero. Es una danza de excusas y de promesas, de demandas y de justificaciones, que nos hace preguntarnos: ¿a quién sirven estos rituales? ¿Al pueblo, a los árboles, a los animales que perecen, o al simple y banal teatro de las apariencias?
Porque al final del día, cuando las luces de la televisión se apaguen y las portadas de los periódicos se vuelvan viejas, lo único que quedará será el silencio de la tierra quemada. Un silencio que gritará más alto que todas las declaraciones políticas y todas las comparecencias en directo. Es el lamento de un paisaje que se ha convertido en un cementerio, una herida abierta en el corazón de un país que se debate entre la furia de lo natural y la frivolidad de lo humano.
La naturaleza no pide disculpas ni pide refuerzos. Sencillamente, actúa. La verdadera pregunta no es qué haremos cuando llegue el próximo incendio, sino qué haremos para que el grito de la tierra nos recuerde nuestra propia insignificancia.
17 de julio de 2025
El banquete interminable
El país arde en sus fuegos lentos, no los del apocalipsis, ni del calor que hace, sino los de la pereza moral, y entre las brasas humeantes de la actualidad se levanta una frase que chispea como carbón bien dicho: “De la boda de la hija de Aznar solo quedan los camareros por imputar”. La firma… Gabriel Rufián, que cuando quiere, deja de ser un tuitero con escaño para convertirse en un juglar del sarcasmo ibérico.
Y tiene razón. Porque en aquella boda no solo se casaron dos personas: se celebró una liturgia de poder, una misa negra de las élites donde se consagraban pactos, impunidades y puros habanos de media tarde. Las imágenes siguen ahí, congeladas en el ámbar de la vergüenza estética: ministros, empresarios, prelados, banqueros y constructores con trajes que olían a naftalina y sobres. Parecían salidos de un cuadro de Goya pintado con la tinta del BOE.
Años después, uno a uno, los novios del dinero fácil y los padrinos del Ibex han ido cayendo. No por justicia divina, que en España llega, si llega, en muletas y leyendo el sumario por el camino, sino por esa fuerza telúrica que es la estadística: cuando se roba tanto, es difícil que no se te caiga un billete al suelo.
Ahora le ha tocado al señor Montoro, exministro de Hacienda, el mismo que perseguía con celo de inquisidor a los autónomos que facturaban 400 euros al mes, mientras bajo la mesa se desataban favores que olían a gas, pero no precisamente del que calienta el hogar.
Rufián ha hecho lo que debe hacer todo cronista con alma: mirar el lodazal y soltar la carcajada lúcida. Porque el humor, cuando nace del hartazgo, no es evasión, sino diagnóstico. Es el informe forense de una democracia a la que le siguen sobrando marqueses y faltando maestros.
Decía Orwell que reírse del poder es un deber. Aquí, a veces, es también el último consuelo.
Porque mientras en los juzgados se suceden los imputados como en una tragicomedia sin final, el pueblo, ese invitado sin silla, sigue esperando que alguien le devuelva el pan que se llevaron los señores del convite.
Y ya que de la boda solo faltan los camareros por caer… que caigan también. Aunque sea por dignidad. Aunque sea por cerrar, al fin, la barra libre.
12 de julio de 2025
El Dios de las balas y la ignorancia
A mediados de abril, mientras Europa jugaba a la primavera y TikTok enseñaba cómo doblar sábanas bajeras sin perder la dignidad, en el estado nigeriano de Plateau al menos 51 cristianos fueron asesinados por una de esas bandas armadas que reparten muerte con el fervor de un misionero y la precisión de una carnicería industrial. Los llamaron “pastores fulani”, como si llevar ganado eximiera del pecado, como si el nombre de un grupo étnico pudiera suavizar el filo de un machete o justificar la quema de una iglesia.
Leí la noticia con el estómago apretado, como se leen los obituarios de los que uno no conoció pero reconoce: campesinos, niños, mujeres, vidas humildes que solo tenían el consuelo del rezo y una comunidad donde el domingo aún significaba algo. Y entonces, una persona cercana —muy cercana— soltó, con la ligereza de quien comenta el tiempo: “A todos esos que han hecho eso deberían matarlos. A todos. Sin juicio. Sin piedad.”
Lo dijo con la mirada chispeante de los justicieros de sofá. Lo dijo con la vehemencia de los devotos que han leído poco pero sienten mucho. Ella, que se santigua ante cada ambulancia y guarda estampas en el monedero como quien lleva granadas. Ella, que habla de Cristo con la familiaridad de una vecina que te presta sal.
—¿Y tú qué crees que haría Jesús con esos asesinos? —le pregunté.
—¡Jesús los mandaría al infierno! —me respondió, sin pestañear, con una seguridad que no suele reservar ni para las recetas.
—Pues qué curioso —le dije—, porque el Jesús que yo conozco fue ejecutado por un sistema que hacía justo eso: matar sin juicio a los que molestaban.
Me miró como si yo hubiera traicionado algo sagrado. Y lo había hecho, claro: había traicionado el consuelo de la simplificación, el opio dulce de la ignorancia militante. Porque hay algo profundamente obsceno en desear la muerte de quien mata, como si sumando violencia nos saliera justicia. Como si la venganza fuera una fórmula química en vez de un cáncer del alma.
Yo no excuso al asesino. No soy tan ingenuo. Pero sé que la justicia sin ley es solo barbarie con uniforme, y que cuando los cristianos se alegran de la horca, uno empieza a sospechar que el Evangelio ha sido reemplazado por Twitter y una Biblia subrayada al azar.
Lo terrible no es solo que maten en nombre de Alá o del poder. Lo verdaderamente espantoso es que la respuesta de muchos sea soñar con matar también, pero con la cruz colgada al cuello.
Quizá lo que nos falta no es más castigo, sino más inteligencia. Y un poco menos de fe ciega, esa que no ve ni a Dios cuando se le cruza por delante con las manos manchadas.
7 de Julio de 2025 Título: La España que tropezó con una manguera de oro
Si Europa fuera una fuente y los fondos europeos su chorro, España acaba de escupir en el agua mientras se atusa el bigote frente al espejo. Mil cien millones de euros se nos han escurrido entre los dedos como si fueran calderilla en una chaqueta vieja. La razón no es el apocalipsis ni un meteorito fiscal, sino algo más castizo: no se tramitó la subida del diésel y seguimos jugando al mus con la temporalidad en la administración pública, ese viejo vicio que ya tiene mesa reservada en todas las consejerías.
Mientras otros países se ponen trajes de astronauta para subirse a la nave de la transición energética y la digitalización, nosotros seguimos intentando arrancar el tractor con un zapato. El diésel sigue siendo tratado como reliquia nacional, como si gravarlo fuera traicionar la memoria de nuestros abuelos y sus Peugeot 205. Y lo de los contratos temporales en el sector público, ay, eso ya no es desidia, es folclore institucionalizado: interinos que llevan más tiempo en su puesto que el retrato del rey en la pared, sin plaza ni promesa de futuro, pero con las mismas responsabilidades que uno con nómina fija y café de máquina.
El resultado: Bruselas nos da el tirón de orejas y se lleva su cartera. Y lo hace con esa elegancia burocrática que tiene la Unión Europea, como quien te sonríe mientras te retira el plato del postre. Mil cien millones que no verán nuestros hospitales, ni nuestras escuelas, ni nuestras maltrechas vías digitales por donde aún circula el fax con resignación de funcionario quemado.
El Gobierno dice que lo de los interinos está “en vías de solución”, expresión tan española como decir “estoy saliendo” cuando aún no te has vestido. Nos encanta esa forma de procrastinar con dignidad, de poner el cartel de “reformas” mientras en el interior solo hay telarañas y un ventilador girando lento.
Y no, no se trata de demonizar a nadie, ni a este gobierno ni al anterior, ni al del bar de la esquina. Se trata de recordar que el dinero europeo no es un maná caído del cielo, sino una cuerda lanzada desde el futuro. Y mientras otros la trepan con decisión, aquí preferimos discutir si la cuerda es de esparto o de cáñamo.
Tal vez sea hora de dejar de tropezar con nuestras propias trampas. De dejar de ser ese país que llega tarde a su propio progreso, con la corbata torcida y los papeles sin firmar. No se trata de subir impuestos por deporte ni de privatizar el alma. Se trata, simplemente, de asumir que el mundo cambia, y que o espabilamos… o seguiremos viendo pasar los trenes desde un andén que ya ni tiene reloj.
Porque a veces no hace falta una revolución: basta con hacer, de una maldita vez, lo que ya sabíamos que había que hacer.
Hoy dos bebés palestinos han muerto de hambre en Gaza, y el mundo bosteza con la mandíbula desencajada de tanto mirar pantallas. Dos criaturas diminutas —Nidal, de cinco meses, y Kinda, de diez días— se han evaporado de la existencia porque, en pleno siglo XXI, la leche y los medicamentos son lujos que dependen de permisos, fronteras y bloqueos. Y mientras, la humanidad se entretiene debatiendo si es correcto llamar genocidio a lo que se parece tanto a un genocidio que casi sería grosero llamarlo de otra forma.
Nos hemos vuelto contables de cadáveres, estadísticos del espanto. “Al menos dos bebés”, dice la noticia, como si la palabra “al menos” les quitara frío a esos cuerpecitos o consolara a sus padres, que los han enterrado en la arena caliente de Jan Yunis. Y en la misma frase conviven los muertos, las agencias de noticias y las instituciones mudas, como si nada de esto fuera demasiado raro.
He visto gentes furiosas en las redes, discutiendo quién empezó primero. Qué más da quién empezó primero si lo que sigue es una orgía de muros, drones y niños que mueren sin biberón. Esto no es política internacional; es el fracaso absoluto de lo que debería significar la palabra humano.
La desnutrición, en Gaza, no es solo la escasez de comida. Es la carencia de dignidad, de derecho a la vida, de que un niño pueda llorar de hambre y alguien le acerque un vaso de leche en vez de un parte militar. Hemos llegado al punto en que un bebé debe negociar su supervivencia con soldados, con túneles, con ministros en despachos que se lavan las manos como Pilatos, pero en lenguaje diplomático.
Y mientras tanto, los líderes del mundo siguen “expresando preocupación”. ¡Preocupación! Una palabra tan liviana que se la lleva el viento, tan inútil como un susurro en medio de un bombardeo.
No me importa tu bandera ni tu himno. Me importa que hoy, dos bebés han muerto de hambre en la Tierra que llaman Santa. Y si eso no nos estremece hasta lo más profundo, entonces no hay santidad ni humanidad que salvar.
Porque si no gritamos por Nidal y por Kinda, mañana seremos nosotros los que muramos de silencio.
Arcoíris bajo vigilancia: crónica de un Pleno con caspa y confeti”
Por un cronista que aún cree en el amor.
Madrid amaneció otra vez con ese aroma a mezcla de Chanel Nº5 y Varón Dandy que deja siempre un Pleno municipal. En el salón de Cibeles, entre promesas de urbanismo y amenazas de querellas, se mascaba un ambiente tan tenso como una primera cita entre un votante de Vox y un drag queen vegano.
José Luis Martínez-Almeida, alcalde, jurista, padre en potencia y azote de las izquierdas desordenadas, volvió a calzarse la toga retórica para regalarnos perlas como: “Ser de izquierdas es la coartada perfecta para tener prostitutas pagadas con dinero público.” Y uno, que cree en el amor libre y en la gestión honrada (aunque ya no se lleve), solo puede pensar: hombre, José Luis, ¿y si dejamos de juzgar las orientaciones ideológicas por sus fiestas privadas?
Mientras tanto, Reyes Maroto blandía una kufiya con gesto entre simbólico y H&M primavera-verano, tratando de recordarnos que en Gaza la cosa está fea. Pero claro, para eso hacía falta esquivar la tormenta de banderas y testosterona que ocupaba ya el pleno.
Porque sí, amigos, apareció la bandera LGTBI. Esa misma que algunos acusan de ser provocadora, como si fuera una minifalda legislativa, mientras otros la ondean como si pudiera disolver la corrupción por ósmosis. Que la edil socialista María Caso desplegara la bandera arcoíris en su escaño fue como echarle purpurina a una bronca en un taller mecánico. Y Vox, con su reacción medida y siempre elegante, respondió colocando tres banderas de España. A falta de argumentos, buenas son banderas.
José Fernández, delegado de Políticas Sociales, nos dejó su reflexión antropológica del día: “Con esa bandera usted me hubiera colgado a mí de un tejado en Palestina”. A lo que uno solo puede replicar: querido José, aquí no estamos en Gaza, estamos en Chamberí. Aquí no se cuelga a nadie (salvo los toldos de Sol, si hay presupuesto).
Y mientras las banderas competían por el territorio como en una pelea de gallos con broches institucionales, la política madrileña seguía su curso: se aprobó el plan de la Ermita del Santo, se habló de autobuses y de sombras veraniegas, aunque todo pasó como quien lee la letra pequeña del amor: está ahí, pero nadie la entiende del todo.
Al final, el resumen es sencillo: entre corruptelas, pañuelos, banderas y declaraciones con aroma a tertulia de bar a las 3 de la mañana, lo que sigue sin debatirse es lo que realmente importa: el derecho a amar sin que te lo fiscalicen, a ondear sin que te lo cuestionen y a vivir en una ciudad donde el arcoíris no necesite permiso para salir.
Así que sí: que se ilumine Cibeles, que se besen los novios, que cada uno ondee lo que le dé la gana —bandera, pañuelo o abanico— y que algún día, por favor, nos gobiernen menos como si estuvieran en Sálvame Deluxe y más como si de verdad les importara nuestra libertad.
Porque este mundo necesita menos querellas y más besos. Menos patrias y más plazas. Menos ruido, y más arcoíris.
Y si puede ser, más toldos también. Que el verano aprieta.
6 respuestas a «La vida…»

¡No se puede describir mejor! Totalmente de acuerdo, vergüenza y rabia.

Me encanta como escribes, sigue así

toda la verdad, vergüenza

Lo has relatado tal cuál, ni más ni menos, una vergüenza.

Me encanta tus columnas , como destripas los acontecimientos de este país.Bravo

Los de arriba se pasan perdiendo el tiempo, con el y tú más, por que en el fondo, la sociedad les importa bien poco, triste pero cierto!!!
Corrupción a la española: el arte de robar con acento patrio
Qué orgullosos estamos de nuestros vinos, de nuestros castillos medievales, de nuestras catedrales góticas, de las tapas, del flamenco, del sol, de la paella… y cómo no, del deporte nacional por excelencia: la corrupción política. No es que otros países no tengan su buena ración de sinvergüenzas con corbata —que los hay y muchos—, pero aquí la corrupción es una cuestión de estilo, de escuela, de herencia. Como si la picaresca de Lazarillo de Tormes se hubiera colado en el BOE.
No importa el color de la bandera ni el logotipo del partido. La corrupción no entiende de ideologías; solo de comisiones, maletines, pelotazos urbanísticos, enchufes y sobres. Y si hay algún código ético de por medio, lo cierto es que lo utilizan para calzar la mesa del despacho cuando cojea.
Cada cierto tiempo, como quien cambia las toallas del baño, sale a la luz un nuevo caso con nombre de ópera bufa: que si Gürtel, que si ERE, que si Kitchen, que si Púnica, que si Tsunami… A este paso vamos a necesitar una enciclopedia o, al menos, un Netflix solo para series judiciales españolas.
Y lo peor no es que se roben millones mientras se nos pide “austeridad” y “sacrificio” (que ya es escandaloso de por sí), sino la desvergüenza con la que luego nos miran a los ojos desde la tribuna del Congreso, hablándonos de valores, de patria, de democracia y de ejemplaridad… mientras los papeles desaparecen, las pruebas se destruyen y los cargos se archivan.
Porque sí, en este país no se roba, se “irregulariza”, y no se prevarica, se “cometieron errores administrativos”. Aquí no dimite ni el que aprueba obras en el baño con fondos públicos. El que roba no se va, lo ascienden, lo protegen o lo fichan como asesor. Y si el escándalo estalla, siempre queda el socorrido “yo no sabía nada”.
Qué admirable nuestra capacidad para escandalizarnos durante 48 horas en Twitter, mientras se repite el ciclo eterno: indignación, trending topic, rueda de prensa con cara de póker, y luego… el olvido. Porque en España el problema no es solo la corrupción: es la impunidad.
¿Y la justicia? Bueno, la justicia va en burro mientras los corruptos van en coche oficial. Entre recursos, aforamientos, prescripciones y reformas legislativas a medida, lo raro sería que alguno pisara la cárcel más allá de un par de meses… y eso con suerte. Y con “régimen abierto”, para que pueda ir a casa a comer los domingos.
El ciudadano, mientras tanto, paga sus impuestos con religiosidad suiza, sabiendo que una parte no irá a hospitales ni a escuelas, sino a bolsillos de trileros con escaño. Pero se resigna. Porque aquí hemos aprendido que la corrupción no se combate con leyes, sino con sarcasmo. El español medio ya no espera justicia: espera el meme.
Así que sí, como español, me da vergüenza. Y como ciudadano, me da rabia. Porque la corrupción política no solo roba dinero: roba confianza, ilusión, esperanza y, sobre todo, dignidad.
Pero bueno, mientras tanto, siempre nos quedará el fútbol. Y una comisión que investigará… lo que todos ya sabemos y que, por supuesto, no llegará a nada.
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15 de Junio de 2025: Lo que queda de nosotros
Una madre ha dejado de llamar a sus hijos. Dos niños, de ocho y diez años, fueron arrancados de la existencia en una calle cualquiera de Bat Yam. El lugar donde jugaban, dormían y reían fue pulverizado por el impacto de un misil iraní. El estruendo no solo rompió paredes, rompió la membrana de lo humano. Los gritos que siguieron no eran gritos de guerra, sino de pérdida, de desesperación, de vidas que no podrán volver a contarse.
Mientras los bomberos escarban entre los restos, mientras el aire se llena del polvo de lo irreparable, al menos siete personas siguen desaparecidas. Y en el centro del horror, entre las ruinas calientes de edificios que alguna vez fueron hogares, aún humean los cuerpos sin nombre. Algunos eran niños. Otros eran ancianos. Todos eran inocentes.
La escena no es nueva. La coreografía de la destrucción se repite con precisión ritual. Misiles. Sirenas. Declaraciones. Venganza. Negación. Y luego, otra vez. El ciclo eterno de los poderosos jugando ajedrez con cuerpos civiles.
Irán esgrime su “derecho legítimo” a defenderse. Israel responde desde la memoria del trauma y con los dientes siempre apretados. Estados Unidos niega, acusa, observa. Y entre las frases medidas de los diplomáticos y las amenazas vestidas de legalidad, la muerte sigue cavando trincheras en medio de las ciudades.
Este no es solo un conflicto entre banderas. Es un desfile de cadáveres en nombre de ideologías, de intereses energéticos, de símbolos sagrados pervertidos por el odio. Es la guerra convertida en rutina, en cálculo, en geometría del exterminio.
Pero lo más espeluznante no son los misiles. Es la costumbre. El acostumbramiento. La capacidad que tenemos los humanos de adaptarnos al infierno mientras aún estamos vivos. Es ese instante en el que una abuela en Tel Aviv escucha la sirena y no corre. Sólo suspira. O ese en que un niño en Teherán pregunta si esa luz en el cielo es otro dron o una estrella.
Hoy, las bombas vuelan en nombre de patrias. Mañana, lo harán en nombre de la seguridad. Y pasado, quizás, en nombre de la paz. Porque hasta eso se corrompe.
Y sin embargo…
A pesar de todo, aún hay un niño que abraza a su perro entre los escombros. Aún hay una madre que canta para que su hija no escuche las sirenas. Aún hay un médico que no ha dormido en dos días, y sigue buscando pulsos bajo el hormigón. Aún hay un periodista que no ha dejado de contar los muertos con nombre, porque sabe que los números se olvidan pero los nombres duelen.
Aún hay una voz que, entre tanta barbarie, murmura la única palabra que podría salvarnos: basta.
Porque si hay algo que aún no han conseguido destruir del todo es nuestra capacidad de elegir la vida.
Y la vida, a pesar de todo, persiste.

Los de arriba se pasan perdiendo el tiempo, con el y tú más, por que en el fondo, la sociedad…

Me encanta tus columnas , como destripas los acontecimientos de este país.Bravo

Lo has relatado tal cuál, ni más ni menos, una vergüenza.

toda la verdad, vergüenza

Me encanta como escribes, sigue así


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